lunes, noviembre 17, 2025
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China: el totalitarismo ganó sin disparar

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El autor es politólogo y teólogo. Reside en Nueva York

Durante las dos últimas décadas, la política exterior estadounidense ha luchado contra los fantasmas equivocados. Washington siguió mirando a Moscú con el mismo pánico moral con que Truman observaba al Kremlin en 1947, mientras el verdadero adversario —silencioso, paciente e implacable— construía fábricas, puertos, supercomputadoras y algoritmos. China no necesitó disparar un solo misil para rodear a Estados Unidos. Bastó con que la élite política confundiera nostalgia ideológica con estrategia global.

El mundo post-1991 exigía una visión distinta. Pero la Casa Blanca siguió administrando la política exterior a través del espejo retrovisor. Obama buscó un “reset” con Rusia. Biden revirtió ese gesto con sanciones y un compromiso ilimitado con Ucrania. Mientras tanto, Pekín se apoderaba de minerales críticos, del comercio asiático y del corazón tecnológico del siglo XXI: los microchips.

El error fue de diagnóstico. Se creyó que Putin era el villano del siglo XXI, cuando era apenas el eco final del XX.

Incluso antes, en 2001, George W. Bush había proclamado sin sutilezas: “Ganamos la Guerra Fría”. Al mismo tiempo anunció el despliegue de un escudo antimisiles rodeando a Rusia. Aquella decisión partió la confianza naciente de la era postsoviética y convenció al Kremlin de que Washington nunca aceptaría su supervivencia estratégica.

La mirada demócrata sobre Rusia es hereditaria: la considera amenaza existencial. Pero Moscú ya no exporta ideología, sino petróleo y caos. Quien sí exporta modelo, disciplina y ambición global es China. Think tanks estadounidenses llevan años advirtiendo que un conflicto directo con China tendría riesgos de escalada nuclear no vistos desde la Guerra Fría. Aun así, la mayor parte de los recursos diplomáticos sigue anclado en Europa del Este.

Mientras Europa debatía sanciones y declaraciones, China tejía la Ruta de la Seda con más de 50 países, construía puertos en el Índico, ferrocarriles en África y acuerdos energéticos en América Latina.

Pekín expandía su influencia marítima, probaba simulaciones de bloqueo de Taiwán y consolidaba rutas estratégicas, mientras Occidente felicitaba al mercado libre mientras su industria se desintegraba.

Cada iPhone comprado financiaba —sin querer— la capacidad tecnológica china. Las corporaciones estadounidenses no vieron un competidor: vieron una fábrica. Cuando comprendieron la magnitud estratégica del error, la cadena de suministro global ya tenía sello rojo.

Trump, con su guerra de aranceles, intenta revertir —demasiado tarde— lo que se perdió demasiado rápido.

Xi Jinping no compite por hegemonía momentánea, sino por civilización.

En la narrativa china, la democracia liberal no es el fin de la historia; es un error histórico que la disciplina asiática corregirá. Lo más peligroso de China no son sus portaaviones: es su paciencia.

Simulaciones militares recientes muestran que Estados Unidos podría ganar una guerra convencional en el Pacífico… pero a un costo tan devastador que equivaldría a perder la paz. Cada victoria aceleraría la desdolarización, aislaría a Washington y fracturaría el comercio global.

Steve Bannon lo anunció con brutal claridad: Estados Unidos ya estaba en una “guerra económica” con China. Kissinger, más sobrio, insistió en que Rusia buscaba respeto, no conquista, y que la verdadera competencia era China. Ambos —por caminos opuestos— advertían lo mismo: la amenaza estratégica central no estaba en Moscú.

Europa, mientras tanto, prefiere la comodidad moral. Condena guerras en comunicados, pero depende del litio, acero y paneles solares de China para construir su “nuevo orden verde”.

Taiwán se ha convertido en el conflicto más caro de la historia moderna: uno que nadie puede ganar sin perderlo todo.

La historia quizás juzgue al siglo XXI no por las guerras que se libraron, sino por las que se evitaron.

Estados Unidos creyó que el futuro estaba en Kiev; China sabía que estaba en Shanghái. La democracia se desgasta mirando al pasado, mientras el autoritarismo planifica el futuro.

Y aquí encaja la advertencia más perturbadora del presente: la de Jensen Huang, CEO de Nvidia, un hombre cuya empresa sostiene la revolución de la inteligencia artificial.

Huang sostiene que China podría superar a Estados Unidos en IA por tres razones estructurales:

Escala industrial descomunal: China puede construir centros de datos y plantas de fabricación a un ritmo y un costo que Occidente simplemente no puede igualar”.

Energía barata y altamente subsidiada: permite expandir infraestructura de cómputo masiva sin los límites regulatorios de occidente”. En la actualidad produce más energía que EU y UE.

Una reserva humana masiva: China forma tantos investigadores en IA que pronto representará cerca de la mitad del talento global del mundo.

En esencia, Huang advierte que China no está “rezagada”: está optimizando el futuro a una velocidad que las democracias liberales, atrapadas en ciclos electorales y burocracias lentas, no pueden replicar.

Si el siglo XXI es la era de la inteligencia artificial —y todo indica que lo es— entonces la competencia entre Estados Unidos y China es más que geopolítica: es civilizacional.

La potencia que domine la IA dominará la economía, la seguridad, la infraestructura, la cultura digital y el modelo político.

China ya ha demostrado que gana sin disparar. En la inteligencia artificial, lo hace incluso sin que Occidente se dé cuenta de que ya empezó la batalla.

jpm-am

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