POR RAFAEL RAMIREZ MEDINA
En muchos países como el nuestro, la política se ha convertido en un escenario donde la oposición no actúa como un contrapeso constructivo, sino como un sector que apuesta al fracaso del gobierno de turno. Prefieren que todo se deteriore para luego presentarse como salvadores, aun sabiendo que ese deterioro lo sufre el país. Esta visión egoísta es una distorsión profunda del rol democrático. En lugar de vigilar y proponer, solo buscan destruir. La nación paga un precio muy alto por esa irresponsabilidad.
El problema real no está solo en quién gobierna, sino en la actitud de quienes desean gobernar. Una oposición responsable aporta, fiscaliza y propone cambios que fortalezcan las instituciones. Pero una oposición irresponsable necesita que el país se hunda para justificar su discurso. Esa lógica perversa convierte la política en un negocio personal. No se puede dirigir un país sobre las ruinas que uno mismo desea provocar. La ambición termina desplazando al compromiso patriótico.
Muchos líderes opositores celebran los errores del gobierno, exageran los problemas y buscan crear inestabilidad como si el caos fuera una estrategia electoral legítima. No les interesa la educación, la salud ni la estabilidad económica. Lo que les interesa es que todo se debilite para decir que “nada funciona”. Ese comportamiento sabotea el desarrollo nacional. Genera incertidumbre social. Y condena a la ciudadanía a una lucha permanente entre carencias y desilusiones.
Las consecuencias de esta conducta política son visibles y dolorosas. Proyectos importantes se paralizan porque su avance no conviene electoralmente. Reformas urgentes se bloquean para que el gobierno no obtenga logros. Instituciones claves se politizan hasta volverse ineficientes. Así, la educación se estanca, la salud se deteriora y la economía avanza a un ritmo más lento del que podría. La oposición destructiva no afecta al gobierno, afecta al país entero. Y retrasa el futuro de todos.
Este juego político crea un círculo vicioso donde el atraso beneficia a unos pocos. Mientras más pobre esté el país, más fácil es manipular a la población. Y mientras más vulnerable esté la gente, más dependientes se vuelven de las promesas vacías. Esta dinámica profundiza la desigualdad. La política termina usándose para controlar, no para servir. El progreso deja de ser prioridad. Y las aspiraciones de la ciudadanía quedan atrapadas en un sistema sin incentivos para mejorar.
Doble moral
A todo esto, se suma la ya conocida doble moral política. Muchos líderes hablan de desarrollo, democracia y justicia social, pero en la práctica viven de lo contrario. No les conviene un país educado porque la educación libera. No desean un país crítico porque la crítica destapa sus intenciones. Y no buscan un país próspero porque la prosperidad reduce la vulnerabilidad del elector. Su discurso público contradice su conducta silenciosa. Es una hipocresía que frena el crecimiento nacional.
La doble moral también se refleja en cómo manipulan el concepto de pueblo. En tiempos electorales hablan de la gente como prioridad, pero fuera de campaña la convierten en mercancía política. Un voto se compra, se negocia o se presiona. La ciudadanía deja de ser un sujeto con derechos. Se vuelve un número aprovechable. Y esta visión deshumaniza la democracia. Porque gobernar no debería ser un negocio, sino una responsabilidad con consecuencias de largo plazo para todos.
Una estrategia oscura se repite desde hace décadas: mantener altos niveles de analfabetismo y pobreza para asegurar control político. Es un método que ha funcionado precisamente porque la educación transforma y la pobreza somete. Donde hay ignorancia, hay dependencia; y donde hay dependencia, hay manipulación. Esta ecuación ha dado poder a muchos, pero ha debilitado a toda la nación. Se prefiere mantener al pueblo limitado antes que permitirle crecer y decidir con libertad.
Romper este ciclo es urgente para cualquier país que aspire a desarrollarse. Una democracia sana necesita una oposición madura, capaz de construir y no de destruir. Una oposición que vigile sin sabotear. Que critique sin dañar. Que aspire a gobernar, pero sin desear que el país se hunda para lograrlo. Esta es la oposición que eleva una nación. La otra, la que apuesta al desastre, la arrastra hacia el atraso. El país no puede seguir siendo rehén de esa visión mezquina.
El desarrollo nacional no se logra con discursos, sino con decisiones concretas. Es tiempo de exigir una clase política que piense primero en la nación. Que no se alegre del fracaso del gobierno porque ese fracaso también es del país. Que no convierta los problemas en armas electorales. La ciudadanía merece claridad, honestidad y coherencia. Merece saber quién trabaja por el futuro y quién trabaja por sí mismo. Y merece líderes capaces de construir un país más digno.
Al final, lo que está en juego no es una elección, ni un partido, ni un ciclo político. Lo que está en juego es el destino de generaciones completas. Un país donde la oposición desea que todo fracase jamás alcanzará su máximo potencial. Pero un país donde gobierno y oposición compiten con propuestas, no con destrucción, puede romper todas sus limitaciones. La pregunta es sencilla: ¿queremos políticos que ganen con el dolor del pueblo, o líderes que trabajen por un país que crezca para todos?
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