Hace dos días fui al supermercado más famoso de la capital —ese donde todo cuesta un poco más, pero la gente va “por costumbre”— y me encontré con una escena tan dominicana que parecía sacada de una comedia de cine local.
Una señora estaba parada frente a una montaña de plátanos, pero no los estaba escogiendo ni pesando… ¡los estaba regañando!
—¡Estos son plátanos falsificados! —gritaba con indignación, mirando, señalando con su dedo índice acusador a los racimos como si ellos tuvieran la culpa de algo.
Intrigado, como buen dominicano curioso, me acerqué y le pregunté con respeto:
—Vecina, disculpe que me meta en su conversación con los plátanos, pero… ¿qué es un plátano falsificado?
Ella me miró como quien observa a un turista recién llegado y respondió con toda seguridad:
—Ay, pero usted está muy atrasado. Eso es cuando los plátanos no saben a plátanos.
Y tenía razón. De inmediato intervino otra señora que andaba por allí, tenía poca ropa, los rolos cubiertos por una redecilla, chancletas de goma y la voz de quien sabe de fritos verdes:
—Es que los plátanos buenos son los de Barahona. Esos sí saben a plátano, no como estos que parecen de laboratorio. Saben a plástico, son importados.

Seguí mi recorrido y, en la siguiente góndola, encontré otra escena digna de grabarse: una señora hablando sola frente a los precios. Decía en voz alta:
—¡Dios mío, pero esta leche sube más que el dólar!
En otra esquina del supermercado había un señor con pinta de «filósofo de esquina» o «filósofo de colmado». Son esos «tiguerones» que se las saben todas y siempre están en las esquinas de los barrios, «dando cuerda» a los más «pariguayos» o teorizando, tratando de arreglar el país sin moverse del lugar.
Este filósofo conversaba con otro cliente y soltó la frase del día:
—El que siembra habichuelas no puede comer guandules.
El otro, confundido, solo asintió, como quien no entiende nada, pero tampoco quiere parecer ignorante.
Mientras tanto, las madres avanzaban con los carritos convertidos en cochecitos de diversión. Los niños, felices, iban sentados en los carritos, como reyes, comiendo galletitas abiertas sin pagar todavía, con una sonrisa de oreja a oreja. Algunos hacían sonar la «bocina del carrito» con la boca, haciendo ademanes con las manitos extendidas sosteniendo el guía de su carro de ata gama, como si estuvieran conduciendo como Toretto en Rápido y furioso, conduciendo un Ferrari o un Porsche por el pasillo de las pastas.
Y claro, no podían faltar las «fashionistas del súper»: esas damas venezolanas que confunden el supermercado con una pasarela. Van maquilladas desde las nueve de la mañana, con leggings que desafían las leyes de la física y tacones que hacen eco en el pasillo de los embutidos. Una de ellas, mientras hablaba por teléfono, decía:
—Amiga, yo vine solo a comprar una lechuga… y ya tengo el carrito con más de siete mil pesos.
Conclusión: Si uno quiere escuchar de todo —chismes, quejas, teorías conspirativas y prédicas filosóficas—, solo tiene que ir al supermercado. Ese es el verdadero confesionario del pueblo: entre los pasillos y los carritos de compra se ventilan frustraciones, se lanzan teorías y se cuentan historias dignas de telenovela.
jpm-am
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