Antes de hablar de cifras, pensemos en algo simple y doloroso: en este país, un trabajador puede levantarse cada día a las cinco de la mañana, trabajar diez horas, y aun así no poder comprar toda la comida del mes. Ese es el corazón del problema.
Cumplir con la indexación del Impuesto Sobre la Renta (ISR) es justicia; asegurar salarios que cubran la canasta básica es dignidad. Todo lo demás son excusas.
Según datos oficiales del Banco Central y de la Tesorería de la Seguridad Social, la canasta familiar nacional ya alcanza los RD$47,534; incluso la canasta del quintil más pobre cuesta RD$28,445. Y, aun así, los salarios formales que sostienen la economía no llegan: RD$37,041 en industria, RD$34,069 en comercio, RD$28,237 en agro y apenas RD$26,219 en hoteles, bares y restaurantes.
El turismo, vendido como joya del progreso, paga un salario promedio que no alcanza ni al 60 % de la canasta nacional, y más de la mitad de sus trabajadores ni siquiera están formalizados. Trabajar deja de ser sinónimo de seguridad y se convierte en sinónimo de supervivencia.
La última encuesta de CID Gallup termina de trazar el rostro real de la crisis: un 60 % de los dominicanos admite que no tuvo dinero suficiente para comprar comida el mes pasado. Ese 60 % no es una estadística: es la madre que deja productos en la caja porque no le alcanza; el padre que decide cuál comida saltarse; el joven que trabaja y aun así vive con hambre. Esa es la voz del país real, no la de los discursos complacientes.
Nadie desconoce que el turismo y las zonas francas han traído inversión y empleo. Pero precisamente porque son sectores privilegiados por el Estado, la pregunta es cómo tratan a la mayoría de sus trabajadores.
Las zonas francas, presentadas como “caso de éxito”, descansan sobre salarios de alrededor de RD$21,142 para la mayoría de su fuerza laboral operaria. Ese monto no cubre ni la canasta del quintil más pobre, mucho menos la canasta nacional. Y, sin embargo, disfrutan de exenciones fiscales cercanas al 100 %. Lo mismo ocurre con el turismo: privilegios fiscales gigantescos arriba, salarios insuficientes abajo. Es un modelo que socializa la precariedad y privatiza los beneficios.
Y ahí es donde el discurso económico choca de frente con la Constitución. El artículo 62.9 es claro: todo trabajador tiene derecho a un salario justo y suficiente. Y un salario suficiente es, como mínimo, un salario que permita cubrir la canasta básica. Un salario que no cubre las necesidades esenciales no es justo ni suficiente; es una negación de la dignidad humana. Ese mismo artículo dice que fomentar el empleo digno y remunerado es una finalidad esencial del Estado. No un deseo. No un lema. Un mandato.
Por eso es tan grave que el Estado haya congelado la indexación año tras año. La indexación no es un regalo ni una concesión: es el mecanismo que impide que la inflación le robe poder adquisitivo al trabajador. Cuando no se aplica, el Estado termina cobrando más impuesto sin que el trabajador gane más en términos reales. Es un castigo encubierto. Es lo contrario de justicia. Y mientras tanto, cientos de miles de asalariados formales de clase media ven cómo su salario sube en papeles, pero baja en la vida real.
La contradicción se vuelve escandalosa cuando se mira el cuadro completo: mientras se alegan 19 mil millones de pesos para no aplicar la indexación, se mantienen regímenes fiscales que cuestan más de 380 mil millones y que benefician, precisamente, a los sectores que pagan los salarios más bajos. ¿Cómo se justifica que las exenciones más generosas recaigan sobre los sectores que menos aportan a la dignidad salarial? ¿Cómo se explica que la ley que protege a los asalariados se congele, mientras las leyes que protegen privilegios se blindan?
Las preguntas que surgen son simples, humanas, imposibles de ignorar: ¿Puede llamarse digno un empleo cuyo salario no cubre ni la canasta básica? ¿Puede un Estado social negarse a aplicar una indexación que es obligación legal y, al mismo tiempo, defender exenciones millonarias para quienes pagan sueldos de subsistencia? ¿Puede hablarse de justicia cuando millones trabajan y aun así no pueden cubrir sus necesidades esenciales?
Cuando la respuesta honesta es “no”, la conciencia empieza a despertarse. Porque este no es un debate técnico: es un problema moral. Y toda sociedad sana necesita distinguir entre privilegio y derecho, entre excepción y obligación, entre complacencia y justicia.
En el Frente Cívico y Social afirmamos con claridad: un salario que no cubre la canasta básica es una violación al derecho más elemental del trabajador. Y congelar la indexación es permitir que esa violación se profundice. Porque no hay crecimiento que valga si se construye sobre la angustia diaria de quienes hacen funcionar el país.
Un país que se respeta no sacrifica la dignidad de muchos para proteger los privilegios de unos pocos. La indexación es justicia. Garantizar salarios que cubran las necesidades básicas es dignidad. Y todo Estado que aspire a ser social, democrático y de derecho debe asegurar, como mínimo, ambas cosas. Lo contrario no es solo injusto: es, en esencia, inconstitucional.
Porque un país solo avanza cuando se niega a aceptar la injusticia como normalidad.
Despierta RD.
JPM
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