miércoles, octubre 15, 2025
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El Nobel y la ONU pierden su alma

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EL AUTOR es abogado. Reside en Santo Domingo.

POR RAMFIS RAFAEL PEÑA NINA

No hay decepción más profunda que la de quien ve caer instituciones que alguna vez representaron esperanza. La ONU y el Premio Nobel de la Paz, pilares del ideal humanista y la diplomacia mundial, hoy yacen heridos por la corrupción moral de sus decisiones. El descrédito no es percepción: es evidencia acumulada.

Durante décadas, el Premio Nobel de la Paz fue sinónimo de sacrificio, lucha y entrega por la humanidad. Pero en tiempos recientes, parece haberse convertido en un trofeo político, un reconocimiento manipulado por intereses ideológicos y geoestratégicos.

La ONU, por su parte, se ha transformado en un escenario de discursos vacíos, donde los poderosos dictan y los pueblos sufren.

No es la primera vez que el Nobel se mancha. En 1973, el mundo fue testigo de uno de los actos más bochornosos de su historia: Henry A. Kissinger fue galardonado junto a Le Duc Tho por las negociaciones del alto al fuego en Vietnam. Aquel mismo año, Kissinger —responsable de intervenciones sangrientas en Chile, Camboya y Timor Oriental— fue elevado a la categoría de “pacificador”.

Le Duc Tho, con dignidad moral, rechazó compartir el premio con quien consideraba un criminal de guerra. Esa fue la primera grieta visible en el pedestal del Nobel.

Desde entonces, la lista de incoherencias no ha dejado de crecer. Este 2025, el nombre de María Corina Machado junto al de instituciones y figuras como la Cruz Roja, Bertha von Suttner, Jane Addams, Martin Luther King, Madre Teresa de Calcuta, Nelson Mandela o Malala Yousafzai, resulta una afrenta a la ética y a la memoria de los verdaderos apóstoles de la paz.

No hay en esa designación huella de sacrificio colectivo ni legado humanitario universal. Solo intereses, manipulación mediática y conveniencia política.

Empujar a Machado al mismo podio donde alguna vez resonó la voz del Dalai Lama, o donde Gandhi —paradójicamente nunca premiado, pero eterno referente— levantó la bandera de la no violencia, es tergiversar la esencia misma del galardón. Es usar el símbolo del pacifismo como disfraz de poder.

Qué dirían hoy Adolfo Pérez Esquivel o Desmond Tutu al ver profanado el templo moral del reconocimiento universal. Qué sentiría Jimmy Carter, quien entendió la paz no como discurso, sino como acción concreta y servicio. Qué vergüenza ajena deben sentir quienes creyeron que el Nobel representaba una consagración ética, y no una medalla diplomática vacía.

El Nobel de la Paz y la ONU se han convertido en instituciones paralizadas por la hipocresía y la conveniencia. Ya no son guardianes de la justicia, sino voceros de las potencias. Y lo más grave: al degradar su significado, también erosionan la fe de la humanidad en los ideales que alguna vez los sostuvieron.

Lo ocurrido este año no es una excepción, sino la confirmación de una decadencia anunciada. Los nominados fueron —como tantas veces ocurre en nuestra Latinoamérica— malos, muy malos y peores. El premio ha dejado de reconocer la luz y se ha vuelto cómplice de las sombras.

La historia juzgará, como lo hizo con Kissinger, la diferencia entre el aplauso del momento y la vergüenza del mañana. Porque el tiempo, implacable, siempre devuelve las máscaras a su lugar.

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