Las generaciones nacidas entre los años cincuenta y noventa crecieron abrazadas por una cultura del esfuerzo, forjada por padres y madres trabajadores: campesinos, artesanos y pequeños comerciantes que hicieron de la disciplina un legado y de la educación un tesoro. Aquellos hogares, sostenidos por valores éticos, morales y religiosos, construyeron cimientos firmes para orientar la vida de sus hijos.
En esa memoria rural —rica en sencillez, pero abundante en humanidad— se vivía con limitaciones materiales, pero con una plenitud difícil de replicar hoy. Faltaban teléfonos, Internet y redes sociales; el transporte era precario; la electricidad, inestable; y el agua potable, insuficiente. Sin embargo, la gente vivía con una felicidad serena: la comida era barata, la familia se reunía sin apuros y el entorno natural era generoso. Ríos limpios, montañas verdes, bosques frondosos y frutas silvestres conformaban un paisaje que alimentaba el espíritu. La vida requería poco, y ese poco bastaba.
La educación también respondía a esa lógica del esfuerzo. Se asistía a pie o en transporte colectivo, recorriendo largas distancias sin mayores quejas. No había celulares inteligentes y pocos vehículos personales; el aula giraba en torno al pizarrón, la tiza y un maestro exigente. Aun así —o tal vez justamente por eso— los estudiantes recibían una formación sólida, anclada en la disciplina y la constancia.
Hoy, en cambio, vivimos en el vértigo de la sociedad líquida: un mundo donde todo fluye, nada permanece y el tiempo parece evaporarse. La tecnología ha colocado el mundo en nuestras manos —desde los smartphones y la conexión wifi hasta las bibliotecas virtuales y las clases en línea—, pero al mismo tiempo ha encarecido la vida y ha multiplicado las exigencias. El acceso ilimitado a información ha ampliado conocimientos, pero también ha desbordado a muchas familias con contenidos sin filtro que, lejos de fortalecer, debilitan.
La juventud crece en medio de esa abundancia tecnológica, pero con raíces cada vez más frágiles. Sin una orientación sólida, muchos transitan hacia una libertad sin rumbo, propia de la “sociedad líquida”: una realidad donde los vínculos se diluyen, las certezas se rompen y la búsqueda de identidad se hace más compleja. Las redes sociales, omnipresentes, han reemplazado conversaciones, reducido la interacción familiar e intensificado conflictos que antes encontraban alivio en el diálogo directo.
La vecindad vive en competencia, se agudizan los conflictos sociales, todos quieren lo mismo: carros de lujo, casas bonitas, ropas a la moda, telefonos inteligentes, mejores colegios y estrenos de fiestas y hasta de arbolitos de navidad.
La moda de tener Tik Tok, instagram, Twitter y youtube. Asi como videos juegos y los llamados Yuotubers y gestores de redes. No hay tiempo para conversar y la vida es muy rapida.
Hemos pasado de la sociedad de la oferta a la sociedad del deseo, donde prima lo efímero. Las compras virtuales, la educación a distancia y el uso masivo de tarjetas de crédito se han multiplicado en un corto tiempo, creando una sensación de velocidad que sobrecarga a las personas. Pasamos de escribir con intención a copiar y pegar; de la reflexión pausada a la prisa constante.
Este escenario profundiza desigualdades: aumenta la pobreza, la violencia y los bajos niveles educativos. Hoy el verdadero desafío es equilibrar crecimiento con desarrollo, producir bienes y servicios sin sacrificar el medio ambiente y proteger los recursos naturales que aún nos quedan. La escasez de alimentos y el deterioro ambiental plantean dos grandes urgencias: mitigar el cambio climático y alcanzar la autosostenibilidad alimentaria.
El mundo observa con alarma la desaparición de ríos y lagos, la reducción de los bosques, la subida del nivel del mar, las sequías prolongadas y el desgaste de los suelos agrícolas. Este deterioro amenaza con desencadenar una crisis climática capaz de comprometer la producción de alimentos para millones de personas. Mientras tanto, seguimos perdiendo la época de abundancia, distraídos por el espejismo de los mundos virtuales: espacios creados para entretener, pero donde el ser humano no puede habitar, salvo en su imaginación.
Entre la memoria rural y la sociedad líquida se abre un abismo que merece ser reflexionado. En ese cruce de caminos quizás esté la clave para recuperar lo esencial: la conexión humana, el respeto por la naturaleza y la búsqueda de un desarrollo que no sacrifique el futuro por la comodidad del presente.
of-am
Compártelo en tus redes:
ALMOMENTO.NET publica los artículos de opinión sin hacerles correcciones de redacción. Se reserva el derecho de rechazar los que estén mal redactados, con errores de sintaxis o faltas ortográficas.




