La Constitución asigna al Congreso la función de «ente rector» del control de los fondos públicos, un mandato histórico que, por su incumplimiento, se ha convertido en el principal combustible de la corrupción sistémica.
La arquitectura de nuestro Estado, diseñada en la Constitución, es clara. El Artículo 4 establece una separación de poderes (Legislativo, Ejecutivo y Judicial) y el Artículo 93 asigna al Congreso Nacional dos funciones primordiales en representación del pueblo: legislar y fiscalizar.
Sin embargo, mientras los debates legislativos ocupan las portadas, la segunda función, la fiscalización, pilar fundamental del equilibrio de poderes, se ha convertido en letra muerta. Esta omisión histórica es, quizás, la raíz más profunda de la corrupción administrativa que hoy calificamos de «sistémica».
No hablamos de una atribución secundaria. El Artículo 246 de la Carta Magna es contundente al erigir al Congreso en el «ente rector y central» del control sobre el patrimonio, los ingresos, los gastos y el uso de los fondos públicos.
Según este mandato, la Cámara de Cuentas y la Contraloría General están en un segundo y tercer plano, subordinadas a esta rectoría legislativa.
La realidad
La realidad es una desconexión total entre la norma y la práctica. Se postula un fracaso histórico (1844-2025) en el cumplimiento de este rol. En la gestión gubernamental actual (2020-2025), esta inacción persiste. Vemos un desfile de debates sobre el gasto y la deuda, pero el control estratégico, la fiscalización real sobre el destino de los fondos, brilla por su ausencia.
Es crucial hacer una aclaración de competencias: esta labor de control no compete al Poder Ejecutivo. La Presidencia de la República no puede, ni debe, ser el fiscalizador del Estado; esa es la antítesis del balance de poder.
La consecuencia directa de este vacío de poder fiscalizador es la corrupción estructural. Esta se ha arraigado por dos razones clave: primero, el incumplimiento flagrante del Congreso de su deber constitucional; y segundo, la inexistencia de una Ley del Régimen de Consecuencias.
Como bien reza el adagio, «la norma sin sanción es un poema». Este incumplimiento es posible porque no tiene castigo.
Para corregir estas distorsiones éticas y jurídicas, se plantean reformas de fondo, una verdadera reingeniería del Estado.
La tesis central es que, ante la ineficacia demostrada, la función de control debe ser traspasada del Congreso a un nuevo y autónomo «Poder Contralor». Esta nueva entidad de rango constitucional debería nacer de la fusión de la Cámara de Cuentas, la Contraloría General, la Dirección de Ética (DIGEIG) y las diversas superintendencias de control sectorial.
Paralelamente, el Congreso debe saldar su deuda legislativa y aprobar con urgencia tres piezas:
1. La Ley del Régimen de Gobierno, para definir el vacío que deja la Constitución.
2. La Ley del Régimen de Consecuencias.
3. La Ley de Responsabilidad Penal, Civil y Administrativa del Cuentandante.
Mientras estas reformas estructurales se debaten, la obligación constitucional del Congreso Nacional sigue intacta. No pueden esperar a que se cree un nuevo poder para cumplir con la ley.
Lograr una gestión pública ética, jurídica, eficiente y transparente es su responsabilidad directa, hoy. Sin un régimen de consecuencias, el Congreso opera en un cómodo vacío, sintiéndose liberado de su deber por la cultura del incumplimiento y el eventual olvido ciudadano. La deuda sigue creciendo.
jpm-am
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