POR ALEJANDRO SANTOS
En el ejercicio del poder, la manipulación de la información se ha convertido en una herramienta silenciosa pero eficaz. A través de ella se construyen realidades paralelas, se moldean emociones colectivas y se adormece la conciencia de los pueblos.
Es una forma sofisticada de dominio, tan sutil que, a menudo, el ciudadano no advierte que ha sido conducido a creer más en lo aparente que en lo real.
En los últimos tiempos se ha repetido hasta el cansancio la idea de que “la percepción es más importante que la realidad”. Y es justamente bajo ese principio que operan muchos gobiernos modernos: fabricando narrativas, diseñando distracciones, creando emociones instantáneas que sustituyen el pensamiento crítico.
Se nos empuja a vivir dentro de una película interminable, de escena en escena, donde lo esencial se disuelve entre el ruido de lo accesorio.
Asesores especializados llegan al país con una misión precisa: manejar el foco de atención. Su tarea consiste en desplazar la mirada ciudadana del problema verdadero hacia un espectáculo mediático que provoque emociones, pero no reflexión.
Así, cuando un tema comienza a generar conciencia, surge de inmediato otro que lo sustituye. No es casualidad, sino estrategia.
Vivimos, entonces, en un presente fragmentado. Sabemos mucho, pero comprendemos poco. Nos llegan miles de datos, pero se nos escapa la verdad. La percepción se convierte en el filtro de todo, y en ese laberinto de versiones terminamos perdidos, sin certezas.
Sin embargo, toda manipulación lleva dentro de sí la semilla de su propio agotamiento. Las percepciones creadas artificialmente se degradan con el tiempo. La verdad, aunque tarde, siempre regresa. Y cuando lo hace, arrasa con los castillos construidos sobre el engaño.
En nuestra historia reciente abundan los ejemplos: partidos, líderes y gobiernos que parecían invencibles se desmoronaron porque edificaron su poder sobre la arena movediza de la apariencia.
Le ocurrió a Leonel y a Danilo. Ambos estuvieron en la cima del dominio de todos los poderes. Durante años, utilizaron los recursos del Estado para controlar los medios informativos y moldear la percepción pública. Pero ese artificio se agotó.
La población despertó con una valoración distinta hacia ellos y hacia el PLD, revelando que la confianza social no se sostiene indefinidamente sobre base irreales.
Despertar
Cuando las promesas se repiten sin cumplirse, la confianza se quiebra. Cuando la incoherencia entre lo que se dice y lo que se hace se hace visible, cae el telón. Entonces la sociedad despierta del sueño y reconoce que lo que parecía solidez era apenas una ilusión.
Hoy, en República Dominicana, ese desgaste comienza a sentirse. La población percibe un creciente distanciamiento entre las palabras del gobierno y la vida real de la gente. Las promesas incumplidas, los escándalos de corrupción y las sombras que rodean a figuras cercanas al poder van erosionando la fe pública.
El uso político de la percepción —ese viejo recurso de distracción— se acerca a su límite natural: el punto en que la realidad se impone con toda su fuerza.
Nada escapa a la ley de los ciclos. Lo que se sostiene en el artificio termina cayendo cuando la verdad irrumpe. Y esa verdad, por más que se intente disfrazar, siempre encuentra el modo de salir a la luz.
La historia dominicana lo ha demostrado una y otra vez: la percepción es volátil, y el encanto de la imagen termina donde comienza la evidencia.
Por eso, los gobiernos deben entender que ninguna narrativa, por brillante que sea, puede reemplazar el contacto con la realidad.
Porque la percepción, por más útil que resulte en el corto plazo, tiene una fecha de vencimiento.
Y cuando llega ese momento —inevitable y revelador— el espejismo se desvanece, la conciencia despierta y el pueblo recuerda una verdad sencilla, pero contundente: la percepción no dura para siempre.
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