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Hiroshima: A 80 años del horror atómico, la memoria persiste en un mundo amenazado

REDACCIÓN.- Un 6 de agosto de 1945, la ciudad japonesa de Hiroshima se convirtió en el epicentro de una tragedia sin precedentes en la historia de la humanidad.
A las 8:15 de la mañana, el bombardero B-29 Enola Gay liberó sobre sus desprevenidos habitantes la primera bomba atómica utilizada en combate, un artefacto de uranio 235 con un nombre tan inocente como devastador: Little Boy.
La detonación fue instantánea y apocalíptica. Una bola de fuego incandescente, alcanzando los 4000 grados centígrados en un radio de dos kilómetros, incineró y pulverizó todo a su paso. Una onda expansiva brutal barrió la ciudad a velocidades supersónicas.
Aquel fatídico día, aproximadamente 70.000 vidas se extinguieron en un abrir y cerrar de ojos. Para finales de ese mismo año, la cifra de fallecidos se había duplicado, superando los 140.000, víctimas no solo de la explosión y el calor, sino también de las terribles quemaduras y la silenciosa pero letal radiación ionizante liberada por la fisión nuclear del uranio.
Tres días después, el 9 de agosto, la historia se repitió en Nagasaki. El bombardero Bockscar lanzó la segunda bomba atómica, Fat Man, esta vez de plutonio 239, profundizando la herida en el corazón de Japón y acelerando el final de la Segunda Guerra Mundial.
Estas armas de destrucción masiva, pioneras en su género, demostraron el poder inaudito de la fisión nuclear, la capacidad de los átomos radiactivos para liberar cantidades colosales de energía al romper sus núcleos. Sin embargo, su uso dejó una marca imborrable, no solo en la geografía de dos ciudades, sino también en la conciencia colectiva global.
Los hibakusha, los sobrevivientes de los bombardeos, cargaron durante décadas con las secuelas físicas y emocionales de la radiación: cataratas, tumores malignos, leucemia, cáncer y un sinfín de dolencias que ensombrecieron sus vidas. Su testimonio, aunque doloroso, se ha convertido en un legado vital para la humanidad, una advertencia constante sobre los peligros inherentes a las armas nucleares.
Hoy, a 79 años de aquel horror, la conmemoración de Hiroshima se realiza en un contexto internacional marcado por una creciente tensión geopolítica y la persistente amenaza de proliferación nuclear. En este clima enrarecido, los sobrevivientes alzan sus voces con más fuerza que nunca, instando a las naciones a aprender de la historia y a evitar la repetición de semejante catástrofe. Su mensaje es claro: la existencia de armas nucleares representa un peligro latente para toda la humanidad, y el camino hacia un futuro seguro pasa ineludiblemente por el desarme y la diplomacia.
En Hiroshima, la Plaza y el Museo de la Paz se erigen como un recordatorio solemne de las consecuencias del uso bélico de la energía nuclear. Son un llamado a la reflexión sobre el lado oscuro de los materiales radiactivos, un contraste necesario frente a sus aplicaciones beneficiosas en campos como la generación de energía eléctrica, la medicina, la industria, la agricultura y la investigación.
La lección de Hiroshima es dual: reconocer el potencial destructivo de la energía atómica y, al mismo tiempo, valorar sus contribuciones positivas a la vida cotidiana.
Sin embargo, la sombra de aquel 6 de agosto de 1945 persiste, recordándonos la responsabilidad ineludible de la humanidad de asegurar que la historia no se repita y que el horror atómico quede confinado para siempre a las páginas de los libros y a los testimonios de quienes lo vivieron en carne propia. En un mundo nuevamente amenazado por la sombra nuclear, la memoria de Hiroshima es más relevante y urgente que nunca.