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Migración haitiana en RD (OPINION)
POR JEISSON RAFAEL ROJAS
Uno de los temas que ha florecido en la palestra pública dominicana cuando se habla de migración es la identidad cultural, la cual se define como un fenómeno que ha repercutido de manera trascendental en todas las concretizaciones sociales a través del mundo, y la República Dominicana, gracias a nuestros ideales bien definidos, no es la excepción.
Podemos mencionar casos internacionales, alejados de la idealización europea y francesa, como Japón y Singapur, que son ejemplos claros de cómo la identidad cultural, junto con los ideales compartidos y la fe de sus pueblos en un futuro mejor, pueden convertirse en el motor del desarrollo.
Japón, tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial, se sostuvo en su disciplina, el trabajo y la innovación para transformarse en una potencia económica.
Aparte de ser un país relativamente pequeño comparado con otros de menor densidad poblacional, Singapur pudo pasar de la pobreza a la riqueza gracias a su disciplina social y a su clara visión de progreso.
Ambos países, aunque con una localización estratégica para el comercio, demuestran que cuando una nación cree en sus valores y fortalece su cohesión social, es capaz de superar las adversidades y alcanzar altos niveles de bienestar colectivo, recordándonos las palabras de Mahatma Gandhi: “La cultura de una nación reside en el corazón y en el alma de su pueblo”.
La identidad cultural es esencial porque les da a las personas un sentido de pertenencia y orgullo hacia sus raíces, al mismo tiempo que une a la sociedad en torno a valores, costumbres e ideales comunes.
Si nos trasladamos a otro contexto histórico más prehistórico podemos mencionar al historiador contemporáneo Yuval Noah Harari donde señala que la clave del éxito de la especie humana no radica en la fuerza individual, sino en la capacidad de cooperar entre unos y otros, lo que nos ha hecho tanto más peligrosos que otras especies como, al mismo tiempo, más propensos al progreso colectivo.
Esta facultad de colaborar, imaginar metas comunes y organizarnos en torno a ellas, explica por qué Homo sapiens logró imponerse sobre otros homínidos y construir sociedades complejas.
Este tipo de identidad es un motor de cohesión que permite enfrentar los retos con una historia compartida y una visión colectiva. Además, la identidad no es estática, se transforma y se enriquece con nuevas influencias que van surgiendo a través de la historia, lo que fortalece aún más a los pueblos.
Cuando una comunidad cree en sus tradiciones y las transmite, no solo preserva su memoria, sino que también construye bases sólidas para el desarrollo social, económico y humano. La identidad cultural es el corazón de la gente y la fuerza que impulsa a los pueblos a salir adelante.
Volviendo a los orígenes del tema migratorio entre estas dos naciones tan distintas que comparten la misma isla, es necesario realizar un análisis responsable. No podemos ignorar que la desestabilización y el descontrol de un país pueden convertirse en un negocio lucrativo para unos pocos, pero al mismo tiempo en una condena letal para la mayoría.
En el caso de Haití, la historia muestra cómo, a lo largo de más de dos siglos, bandas armadas y actores militares vinculados a la política han marcado la vida pública, alimentando la crisis de un Estado que, tras 221 años de independencia, continúa siendo considerado fallido en pleno corazón de un Caribe democrático y progresista.
Creencias y tradiciones
Es imposible comprender la realidad haitiana sin tomar en cuenta sus creencias y tradiciones. El pueblo haitiano heredó de la colonización francesa no solo el idioma que es una mezcla de muchos dialectos provenientes del francés que, por obligación, debieron crear, además de ciertas costumbres, sino también un legado cultural que, con el paso de los años, se quebró frente a la fragilidad institucional de dicho Estado.
A diferencia de lo ocurrido en nuestro país, donde el proceso colonial español, con todas sus luces y sombras, dejó estructuras más estables, como nuestra religión basada en la fe y en el progreso individual y colectivo, además del mestizaje que se permitió, Haití enfrentó el colapso de sus instituciones tras una independencia que, aunque gloriosa y apresurada para la época, no pudo sostener el orden social, económico ni político de sus líderes.
Mientras tanto, en nuestro territorio la migración fue diversa. No solo llegaron haitianos en busca de trabajo, sino también árabes provenientes del Medio Oriente y los llamados cocolos, obreros de las islas inglesas del Caribe. Todos ellos aportaron mano de obra y expresiones culturales que todavía se perciben en nuestras comunidades y ciudades además de otras culturas que no serán mencionadas por el tipo de finalidad con el que cuenta este escrito ni lo que busca nuestro lector.
La migración haitiana hacia la República Dominicana se intensificó con la expansión de la industria azucarera. Previo a este auge, la migración era prácticamente reducida. Estados Unidos, en su afán de garantizar la producción de los empresarios del sector, promovió el traslado de miles de trabajadores haitianos a los bateyes rurales dominicanos.
El objetivo era suplir la demanda de mano de obra barata; sin embargo, las precarias condiciones en las que estos trabajadores llegaron y vivieron continúan siendo objeto de debate y crítica en materia de derechos humanos, tanto a nivel nacional como internacional.
En la memoria histórica de Haití queda grabado que, en el pasado, fue la colonia más rica del hemisferio. La colonia francesa de Saint-Domingue se transformó en la joya de las Antillas gracias a la producción de café, azúcar y otros productos tan demandados en la zona.
Sin embargo, los años de inestabilidad política, golpes de Estado y conflictos internos fueron desmoronando estas riquezas que fueron heredados que hoy día pudieron haber sido monumentos de un pasado glorioso en su país. Entre estos factores estuvo la llamada Corbet además de otras luchas sociales, las cuales debilitaron esa riqueza y terminaron asegurando la pobreza en la que hoy permanecen.
Hoy en día, varios grupos sociales dentro de Haití se benefician del desorden imperante, lo que agrava aún más la crisis institucional. La fragilidad del Estado haitiano no es un secreto para la comunidad internacional, y en más de una ocasión Estados Unidos ha destinado ayuda para promover la estabilidad y facilitar que los haitianos trabajaran legalmente en diferentes áreas productivas, incluida en la de la vecina y prospera República Dominicana.
En este momento, una ruta que muchos prefieren ignorar frente a la alta migración es que grupos independientes como Vectus Global la firma fundada por Erik Prince, ex-Blackwater tomen la iniciativa y desplacen por la fuerza a las pandillas paramilitares que la comunidad internacional ha catalogado como terroristas.
Recientemente, Vectus cerró un contrato de diez años con el gobierno haitiano para combatir a dichas bandas y recuperar territorios bajo su control, además de participar en la reactivación del sistema de recaudación impositiva, incluida la administración de aduanas en la frontera con República Dominicana. Como parte de este acuerdo, también recibirán un importante porcentaje de los ingresos aduaneros, siempre y cuando logren liberar y asegurar dichas zonas frente a las pandillas.
Hay algunos estudiosos de la historia de ambas naciones que dicen que la violencia que se vive en el vecino país es una estrategia para haitianizar la parte oriental de una forma más pasiva y entretener al pueblo dominicano hasta que sea ya demasiado tarde para darse cuenta de lo que sucede.
En el fondo, la situación le recuerda al que vive esta época a un cáncer que se erradica con otro cáncer, en un intento desesperado por salvar al organismo en crisis. No obstante, este enfoque es utópico desde sus inicios. Como bien escribió Albert Camus en El hombre rebelde: “La verdadera generosidad hacia el futuro consiste en entregarlo todo al presente”.
De acuerdo con los últimos censos migratorios, cerca del 90 % de los migrantes en nuestro país proceden de la parte occidental de la isla, es decir, de Haití. Aquí vale recordar la definición que nos ofrece la Real Academia Española (RAE), según la cual migrante es aquella persona “que se traslada desde el lugar en que habita a otro diferente”.
La mayoría de los haitianos que hoy residen en el país llegaron contratados por empresarios nacionales, o bien cruzaron la frontera con la permisividad de ciertos sectores militares encargados de custodiarla.
Otro elemento clave en esta dinámica es el idioma. Mientras en Haití se hablan el francés y el criollo haitiano, en la República Dominicana predominan el español y sus particularidades caribeñas. La barrera lingüística constituye un reto para la integración, ya que limita las oportunidades laborales de los haitianos y dificulta su acceso pleno a los servicios básicos.
En definitiva, Haití y la República Dominicana comparten una isla, pero no un mismo destino. Nuestro país, con sus propios desafíos, ha mantenido un desarrollo institucional más sólido, mientras Haití sigue atrapado en un ciclo de crisis y desorden.
Reconocer esta realidad no debe ser motivo de confrontación, sino de reflexión sobre cómo ambos pueblos pueden construir relaciones más equilibradas, sin olvidar que la migración es, en esencia, un fenómeno humano que requiere respuestas humanas y políticas responsables dependiendo de la época en la que se realice.
Es imposible hablar de la migración y no mencionar el racismo que existió en Haití en el aspecto de que se prohibió que el blanco tuviera tierra para su uso, aunque este es un tema que debería abordarse aparte.
En conclusión, la única salida viable ante la actual ola de migración es reconocer que tanto los organismos locales como los internacionales deben asumir plenamente su rol en la gestión de esta realidad.
Como ciudadanos, nos corresponde apoyar esas iniciativas en la medida de nuestras posibilidades, con la certeza de que solo a través de la cooperación y el compromiso compartido podremos avanzar hacia soluciones justas y sostenibles.

jpm-am