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Opinion

Capitales invisibles: el privilegio que no se ve

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La autora es investigadora y analista de políticas públicas. Reside en Santo Domingo

POR EMELYN HERASME

El mérito se aplaude como si fuese virtud autónoma, pero pocos se detienen a preguntar qué hay detrás de quienes siempre parecen estar “un paso adelante”. ¿Es esfuerzo individual o una ventaja silenciosa? Mientras discutimos becas, promociones y oportunidades, lo que callamos es cómo ciertas herencias —no solo materiales— definen quién asciende y quién no.

El sociólogo Pierre Bourdieu conceptualizó esto con precisión al hablar de “capitales”. No se refería solo al dinero, sino a todo aquello que puede acumularse, heredarse y generar poder: conocimientos, conexiones, prestigio. Esta idea rompe con el mito liberal de igualdad de oportunidades y claramente muestra un orden social que premia, antes que nada, el punto de partida.

El capital económico es el más evidente: herencias, propiedades, inversiones. Sin embargo, su naturalización como “ventaja competitiva” esconde su carácter estructural. Nacer pobre no es solo carecer de dinero, es empezar la carrera con los pies atados. Por lo tanto, redistribuir la riqueza no es hacer caridad, es una medida mínima para desmontar la ficción meritocrática que sostiene la desigualdad.

Más sutil, el capital cultural se transmite en la infancia: el modo de hablar, los libros disponibles, el repertorio simbólico. A menudo se confunde con inteligencia, pero responde al acceso. ¿Cómo competir en un sistema que valora códigos que nunca se enseñaron en la escuela pública? Democratizar el conocimiento implica revisar lo que se enseña, cómo y para quién.

El capital social funciona como una red de autopistas invisibles. Las amistades, los contactos, las recomendaciones: todo eso que no figura en el currículum pero pesa en una entrevista. Algunos lo llaman “networking”; otros, favoritismo. ¿Y si invirtiéramos en redes comunitarias, cooperativas, clubes abiertos, donde el vínculo también sea un derecho y no un privilegio?

El más escurridizo de todos es el capital simbólico: el prestigio social. Estudiar en una universidad de renombre, portar un apellido “con historia” o, correspondiendo a la realidad actual, tener miles de seguidores en redes sociales. Todo eso crea un aura de legitimidad, aunque el contenido sea idéntico al de alguien sin esos sellos. El riesgo no es tener símbolos de prestigio, es que estos oculten las verdaderas desigualdades.

Hoy, mientras las élites políticas se reproducen con apellidos reciclados y el algoritmo define lo visible, los capitales se digitalizan. El “influencer” sin estudios formales que acumula poder simbólico en TikTok es una anomalía o un síntoma. ¿Estamos presenciando nuevos capitales o solo viejas jerarquías con filtros y hashtags?

Aceptar los capitales de Bourdieu como herramientas analíticas es un inicio, pero no basta. Si no cuestionamos su reproducción, serán los mismos de siempre los que se beneficien del disfraz de la meritocracia. La educación pública transformadora, políticas redistributivas y acceso real a la cultura son estrategias concretas para, poco a poco, acabar con estos privilegios heredados.

La igualdad no se construye repitiendo frases como “todos pueden si se esfuerzan” o, peor aún, reproduciendo la lógica neoliberal que sostiene que “el pobre es pobre porque quiere”. Se construye desmontando los muros invisibles que separan a quienes nacen con llaves de oro de quienes apenas encuentran la puerta.

La tiranía del mérito: ¿Qué ha sido del bien común?, de Michael Sandel, es una lectura indispensable para quienes buscan repensar la justicia más allá del discurso del esfuerzo individual. Sander, con mirada filosófica profunda, desmonta los mitos de la meritocracia y propone una política centrada en la equidad, la dignidad del trabajo y el bien común. Hace crítica a las élites tecnocráticas y su defensa de lo público motiva a imaginar una sociedad más humana y solidaria.

jpm-am

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