Uncategorized
La chiplosofía y el imperio del conocimiento humano
El autor es doctor en Ciencias Filosóficas (PhD) y encargado de publicaciones del INESDYC, órgano académico del Ministerio de Relaciones Exteriores de República Dominicana. Reside en Santo Domingo.
Por ENRIQUE SOLDEVILLA ENRÍQUEZ
A los entusiastas tecnológicos actuales pudiéramos llamarles chiplósofos, porque promueven una cierta “filosofía del chip” y publican su sapiencia para argumentar sobre las diversas aristas con que se manifiesta el desarrollo de las novedosas tecnologías informáticas vinculadas a la automatización de procesos fabriles, comerciales y de servicios.
La sigla CHIP, en inglés, significa Consolidated Highly Integrated Processor, dígase en el argot técnico un circuito integrado, y el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española la define como una pequeña pieza de material semiconductor que contiene múltiples circuitos integrados con los que se realizan numerosas funciones en computadoras y dispositivos electrónicos.
Por tratarse de un componente clave para fabricar una amplia gama de nuevas tecnologías informáticas, los chips son hoy objeto de deseo y fuente de disputas geopolíticas en la competencia febril de algunas potencias por obtener un pedazo del pastel representado por la inteligencia artificial y la robotización.
Algo interesante es observar que ese entusiasmo por la inteligencia artificial, y por su vinculación con la robotización, manifiesta una suerte de hilozoísmo cuando leemos titulares de prensa digital donde se dice que “OpenAI prepara una IA con nivel de doctorado”, noticia que, sin duda, pone de relieve una trascendental implicación epistemológica y, por tanto, lo primero que debe tomarse en cuenta es el hecho de que la IA y la robotización son una creación producida por el conocimiento científico humano.
Debido al inexorable fundamento cognitivo humano cabe precisar que cualquier tipo de IA es, en esencia, una base de datos atenida siempre al alcance y a los límites de los saberes, de las experiencias de vida y de las diversas cosmovisiones con que los individuos de carne y hueso alimentan a dichos algoritmos informáticos y “entrenan” el proceder conductual de los androides, según la gama de tareas para las que hayan sido concebidos.
Todo ello significa que, a pesar de los avances en cuanto al manejo y a la organización de manera rápida de un amplio volumen de información -véase aquí un aspecto positivo- es difícil que la IA logre superar la profundidad y la calidad del pensamiento humano, no solo porque los límites serían dependientes del propio progreso del conocimiento científico, sino también porque la IA y los androides no lograrían expresar en sus interacciones comunicativas las sutilezas de los procesos neurolingüísticos propios del ser humano, ni la complejidad de las conexiones de diferentes temas involucrados en un entramado del pensar integral, ni el pathos ni el ethos con que se proyecta la intersubjetividad en los ámbitos de la convivencia social del hombre.
Por mucho “entrenamiento” que se les dé a un robot o a un avatar de IA, carecerían de la capacidad con que la conciencia, como proceso psíquico complejo, permite elaborar nuevas ideas, nuevos conceptos; tampoco tiene pensamiento propio, ni la adecuada discriminación semántica que implica una experiencia para discernir y contextualizar diálogos, ni expresaría el sentido del deber o la vergüenza por alguna transgresión moral, propio de una persona.
Aunque este fenómeno tecnológico está todavía en fase de experimentación bastante acelerada, y sin desconocer que es un avance significativo para ser utilizado en muchos ámbitos de la paz y de la guerra, se trata a fin de cuenta de una capacidad informática que ofrece una eventual articulación entre la mecánica y la programación algorítmica. En última instancia, y en todo momento, debemos tener presente que no es un resultado de la autoreproducción robótica autónoma, sino un producto utilitario de nosotros, los homo sapiens del siglo XXI.
Compártelo en tus redes:
ALMOMENTO.NET publica los artículos de opinión sin hacerles correcciones de redacción. Se reserva el derecho de rechazar los que estén mal redactados, con errores de sintaxis o faltas ortográficas.