Después de afrontar algún fracaso, traspié o cualquier inconveniente, sin importar sus características, surgen los autorreproches, los chuipis y lamentaciones: los llamados mea culpa.
Jalones de orejas, resabios y reprimendas, por no haber observado algún detalle, advertencia o consejo, al momento de proceder o ejecutar una acción determinada.
Los mea culpa, son parte de la cotidianidad, del diario vivir.
Acontecen, tras el maltrato innecesario a un ser querido, por una llamada que por orgullo no se hizo o no se contestó.
Por un te quiero que no se dijo, por una excusa que no se pidió, por un perdóname que no se oyó.
Por un adiós que no se dijo, o que tal vez, no se debió decir, por un no te vayas, que no se pidió, por una cita a la que no se acudió, por una ofensa que en medio de la ira o el enojo se profirió.
Por algo que no se hizo en el momento debido, por un beso o una caricia que aún queriendo se negó.
Existen tantos mea culpa, como situaciones adversas y dolorosas que se hacen acompañar de un, ”si lo hubiera pensado mejor, tanto que lo pensé, y yo que no quería ir, y tanto que mamá me lo dijo”
“Por qué me dejé llevar de fulano, de mengano o sutanejo.”
“Que vaina, no joda yo, no sea yo pendejo, malaya sea” y así por ese estilo
Hay otros mea culpa, que se guardan en secreto, son intrínsecos, cuasi eternos, que ahogan el pecho y anudan la garganta.
También están los mea culpa pasajeros y momentáneos que el tiempo se lleva. Son aves de paso.
Existen los colectivos, que afectan a toda una sociedad, surgen cada cuatro años, en tiempos de campañas electorales, le llaman los mea culpa del voto en una conciencia comprada.
Pero el más cierto de todos los mea culpa, es el que rezan los muchos políticos cuando asisten a la iglesia;
“Yo confieso ante Dios Todopoderoso, y ante ustedes hermanos que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”.
Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.
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